A su frente estaba la tierra del mal, solo de ella le
separaba un leve muro de piedra falsa, a sus espaldas, altos farallones
perforados por huecos de los que colgaban los estandartes de los orcos y
trasgos que veía poblar apiñados en el espacio existente entre ella, y aquel agua
tibia, gris, casi toxica por las sudoraciones aclaradas de las criaturas
informes que tenia ante sus ojos.
Busco infructuosamente un hueco por el que pasar entre la
maraña de escudos multicolores sobre picas clavadas en la arena, incluso creyó
contemplar una cabeza clavada en ellas, pero no tenía miedo, era madre, y las
madres no tienen miedo.
Pequeños orcos correteaban entre los escudos, debajo de los
cuales dormitaban sus progenitores, exhibiendo sin pudor prominentes barrigas,
hirsutas espaldas, pechos caídos, cuerpos aceitados y grasientos. Unos a otros
se frotaban ungüentos lechosos, de aspecto seminal, haciendo que sus
deformidades brillaran aun más.
Por un momento olvido su misión, y se miro a ella, miro la
tela multicolor que cubría sus caderas, hasta justo por encima de sus rodillas,
comprobó la colocación correcta de los triángulos de tela negra que protegían y
sujetaban sus pechos, y sintió alivio, aun tenían el recuerdo de aquel pasado no
muy lejano, anterior a la llegada de los dos seres bajitos que le acompañaban
Pero no, la misión no admitía distracciones, ni
autocomplacencia, la misión era lo importante, y nada, ni siquiera su propia
autoestima, le haría desistir de ella.
Al fin diviso un paso, era complicado, a la derecha había una
enorme orca sentada en una silla baja, a la izquierda, un trasgo de tableta de
chocolate y cuerpo depilado,y que le miraba, valorando, le pareció a ella, la
fortaleza de las armaduras de su pecho.
¡¿Quién dijo miedo?! Avanzo un pie solo cubierto en su
planta por pedazo de goma con pulpos y delfines dibujados en el, de forma
infantil.
Al posar el pie en aquellas arenas, sintió que el fuego del
infierno se colaba por entre sus dedos, un agudo dolor le recorrió el pie, y la
pierna hasta la rodilla. En vez de retirar ese pie poso el otro mientras
comprobaba si los pies de sus impacientes criaturas, estaban protegidos contra las ardientes
y corrosivas arenas.
Avanzaron unos metros, pero el paso ansiado se cerró justo
ante su cara. Un orco sin pelo en la cabeza y enormes manos se planto en él, secándose
el agua que le chorreaba, como si fuera la sangre de sus víctimas.
¿Qué hacia ahora? Se encontraban en la tierra de nadie,
sobre el fuego de la arena, y solo dos opciones que tomar, a cada cual peor.
Se enfrentaba al orco de las grandes manos, o se desposeía de
sus protecciones negras triangulares y le pediría al musculoso trasgo que le
dejara un hueco para ella y sus criaturas.
Esta última opción le pareció la mejor, al fin y al cabo las
miradas de un trasgo nunca mataron a nadie, por muy babosas y malignas que
fueran, y seguro que la cosa no pasaría de allí. Y trasgo seria, si, pero
trasgo bien hecho.
Cuando ya tenía el cordón que sujetaban las protecciones
entre sus dedos dispuesta a enfrentase a la misión a pecho descubierto. Ocurrió
lo inimaginable.
Saliendo de las reverberaciones del aire calentado por
infierno amarillo de la arena,
Apareció un hombre, de tez oscura, pelo rizado. Un hombre proveniente
de las tierras del ecuatoriales del sur, allende el toxico mar.
Ese hombre grito una maldición, un aullido que hizo desmoronarse
todo plan previo..
-- ¡Bombó helao, bombó helao! -
Todo se descontrolo.
Una de sus criaturas salió corriendo colándose entre la
enorme orca, y su pariente calvo.
-- ¡Mama! me voy a bañar – y desapareció entre las informes
cantidades de carne de ambos orcos.
La otra criatura, mas pequeña se agarro de su pareo, pidiendo:
-- Mama, quiero un helado –
Con tal fuerza se agarro que lo arranco, provocando una
mirada del trasgo hacia el espacio entre sus piernas y su abdomen. Lo cual
provoco otra distracción en su pensamiento que pudo ser fatal.
--¿Iré bien depilada? –
Pero aun así podía salvar la misión, llamo de forma
amenazante al duende mayor, ignoro a la duende pequeña mientras le asía fuerte
de la mano.
Pero, desde el muro que separaba el infierno, del paseo con raquíticas
palmeras que jamás conocerían gloria, solo maldad. Otro hombre, el otro
responsable de sus criaturas le grito:
- ¡Marian! No bajo a la playa, que me he encontrado a un
antiguo compañero de colegio y me voy a tomar algo con el –
Ella le miro, intentando que por sus ojos saliera aquel
fuego que brotaba de las arenas, y abrasaba sus pies.
Pero solo le salió una frase
-- ¡Vete a la mierda! –
Tal fuerza tuvo el grito, que hizo sacar la mirada de la
orca ingente de la revista, que hizo que el duende mayor desistiera de su propósito
de bautismo mugriento en el mar.
Cogió ambos duendes de la mano, dio media vuelta y se dirigió
de nuevo al paseo.
Ya solo un pensamiento ocupaba su cabeza.
-- Mañana mismo a la Comarca-Madrid, y después al chalet de
mi hermano en Rivendell-Galapagar, con su ridícula piscina. Y si hay que
aguantar a la puta elfa de mi cuñada, diciendo lo bien que cocina, lo bien que
tiene a sus hijos, lo bien que hace la compra y hasta lo bien que folla, ¡se
aguanta! Pero nunca más volvería a la tierra de Mordor-Benidorm –
Ni siquiera para salvar el anillo que aún conservaba en su
dedo, y que pensaba arrojar este mismo otoño a los fuegos del destino.
Allí sobre la arena, quedo el pareo de tantos colores,
comprado con la ilusión de todo un año de unas vacaciones que fueran distintas
a lo cotidiano y vulgar de su vida.
Allí quedo para que lo disputaran como hienas la carroña,
orcos, trasgos, y demás habitantes de la tierra del mal.
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